Los conocía de vista. Llevaban ya varios años arrimando el hombro bajo el manto, chupando madera en la penumbra, allí tras el cintón donde dicen que la campana se oye mal y el botijo de los aguadores nunca llega. Se decía de ellos que casi todos habían crecido a la sombra de la torre de San Juan y que la mayoría salían de nazarenos la noche antes en las Fusionadas. Habían adquirido además cierta notoriedad discutible en los almuerzos de la Venta del Túnel por una delirante interpretación del Himno de la Coronación orquestada con las tapaderas de las cacerolas. Y una noche –debió de ser hacia enero del 94- me llamaron por teléfono porque tenían que pedirme una cosa.

Pretendían nada menos que el submarino. Reclamaban con pasión para ellos lo que entonces nadie quería: toda la noche y la madrugada en la angostura que cruje, allí entre los torpedos del acetileno y los fusibles, cara a cara a oscuras con los varales de mecano, agobiados bajo el duraluminio de la estructura y el plomo de las baterías, donde el aire escasea y no se sabe bien qué calle es ésta. Alegaban una promesa colectiva.

Así que aquel año licenciamos a los últimos miembros que quedaban -27- de una escala declarada a extinguir ya mucho antes. Una especie de reserva o reducto final de toda una generación asalariada de hombres de trono cuyos últimos especímenes pervivían, precisamente allí, con unas túnicas de un verde desvaído. Siempre tendré un recuerdo agradecido hacia aquella gente que, reclutada en barrios donde prosperaba la penuria,  acudía cada año a los varales con la legítima intención de ganarse un jornal en un empleo que tenía mucho de  galeote. Ellos posibilitaron una estética grandiosa y rutilante que hizo distinta la Semana Santa de Málaga. Pero una cosa es cantar lo que se pierde o evocar amablemente lo que fue, y otra muy distinta no reconocer que había que echar la llave ya a los últimos vestigios de algo que el paso del tiempo había evidenciado impresentable.

Eso por no hablar de la autenticidad y de la necesidad, hondamente sentida e insistentemente reclamada por muchos, de despojar de una vez a la celebración de la Semana Santa de todo lo que sonara a tramoya y cartón-piedra.

Metieron sus hombros y sus corazones allí bajo la mesa, va a hacer 25 años, y en eso perseveran, insistiendo en el viaje nocturno donde uno se agarra –físicamente- a su madero

Dijimos que sí, pues, con la certeza de no equivocarnos, en plena sintonía con quienes hablaban nuestro propio lenguaje y trabajaban por nuestra misma causa: una cofradía en manos de cofrades que arriman a una sus hombros y afrontan unidos la responsabilidad y el compromiso adquirido al llevar algo que es de todos. Estamos hablando de personas que valoran su túnica y lo dejan claro, de gente a la que la Virgen de la Esperanza no sólo les dice mucho sino que, además, lo proclaman con fuerza.

Metieron sus hombros y sus corazones allí bajo la mesa, va a hacer 25 años, y en eso perseveran, insistiendo en el viaje nocturno donde uno se agarra –físicamente- a su madero y va a solas con su paisaje interior pero sintiendo, a la vez, la reconfortante sensación de la hermandad materializada en el gesto expresivo de notar sobre tu hombro la mano del amigo que te sigue y está allí por lo mismo que tú. Algo que nos viene de lejos y en la Semana Santa percibimos con toda nitidez: esa íntima satisfacción del que empuja por lo que siente y cree, sumada a la honda experiencia colectiva de compartir un peso. Pasión y devoción, legítimo orgullo y sacrificio, fraternidad y entrega, todas las convicciones de cada Jueves Santo volcadas en actitudes que luego, además, duran todo el año.

Dicen que allí se recitan poemas en las maniobras difíciles y se entona la Salve en la alta madrugada; que bajo la Virgen se está gestando una leyenda que habrá que contar algún día; que es perceptible el latido común de una congregación de cabales; y que cuando alguien reclama en voz alta el honor de los cuerpos derechos, tiembla todo el trono.

Los conozco a todos por sus nombres de pila. He compartido con ellos desde aquel entonces muchos momentos cofrades de esos que luego te acompañan siempre. Por eso ahora, cuando se disponen a celebrar ese cuarto de siglo vivido y sentido en comunión, con amistad y gratitud evoco aquí su talante vital y esperancista.

 

Carlos Ismael Álvarez García.

Carlos Ismael Álvarez

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