La casa de los Priego

Ya sólo quedo yo de los que íbamos a casa de los Priego. Era una especie de rito, cada año puntualmente repetido: el madrugón, el desayuno y las copas de aguardiente peleón en el figón aquel de la plaza de Mamely, la mañana del Domingo de Ramos. Los mismos comentarios, las bromas consabidas, la espera impaciente de don Manuel Utrera que llegaba siempre el último y pagaba. Excitados echábamos por fin a andar hasta la calle del Cerrojo, yo, casi un  niño, feliz con la escalera al hombro. Íbamos ya a por ella.

La casa no era ya lo que dicen que fue, estaba claro. Había gente alquilada y la dueña, que estaba muy mayor, ocupaba sólo un par de habitaciones que daban a la Huerta del Obispo. Todo indicaba que allí se habían vivido mejores tiempos, pero en el testero de la meseta de la escalera, entrando a la derecha del zaguán, encerrada en una desvencijada caja de madera, entre dos faroles con los cristales rotos, estaba la cruz.

Ahora resulta que estorbo aquí delante de Él. Pero ese de la capa y el martillo no había nacido cuando era yo quien aguantaba la escalera mientras la descolgaban de lo alto de la pared

A doña María le costaba enhebrar ya el discursito de todos los años y nos volvía a contar cómo su abuelo (don Manuel nos decía luego que no, su bisabuelo), un tonelero pudiente y más devoto que nadie del Señor del Paso, había donado la plata para su cruz y que un pariente cura, que había vivido en el portal de al lado, fue quien la bendijo el mismo día que al Nazareno se la pusieron sobre el hombro. No terminaba nunca sin dejar claro que el privilegio del gremio, como ella decía, era para siempre jamás y que la tarde del Sábado de Gloria, a más tardar…

Ya es la segunda vez que me dicen que aquí no puedo estar. Y que, a la carrerilla que traen, me va a tirar el trono de un momento a otro.

Ahora resulta que estorbo aquí delante de Él. Pero ese de la capa y el martillo no había nacido cuando era yo quien aguantaba la escalera mientras la descolgaban de lo alto de la pared; quien ayudaba a bajarla cada año con tiento y emoción; quién abría la gastada funda de un tafetán raído para que la señora aquella acariciara con su mano traslúcida los cantos de su lustrosa madera negra y la besara llorando antes de que nos la lleváramos, para siempre quizás.

El honor de bajar al Cristo, cepillar su túnica, ponérsela y cambiarle la peluca, estaba reservado a los dos mayordomos y nadie más que ellos lo presenció nunca

Porque ésa era otra. El comentario de cada año con la cruz a cuesta por los callejones hasta Santo Domingo, (yo a lo único que le metía el hombro era a la escalera), iba de que aquella joya de ébano y plata del Señor, no pintaba ya nada en aquel sombrío caserón y que el sitio dónde debía de estar para siempre jamás era la capilla de la cofradía. Argumentaba entonces el hermano mayor, sensato y en su sitio, que no le podíamos dar de ninguna manera ese disgusto, que con ella iba a extinguirse de un momento a otro aquella antigua familia perchelera y que más valía tener consideración, un poco de paciencia y esperar.

Con esto llegábamos por el patio de atrás a la iglesia donde los albaceas habían bajado ya el carrete del camarín y andaban pasándole el plumero y la bayeta. El honor de bajar al Cristo, cepillar su túnica, ponérsela y cambiarle la peluca, estaba reservado a los dos mayordomos y nadie más que ellos lo presenció nunca. Luego ya entre todos, éramos ocho o diez, lo subíamos al trono y se le colocaba la cruz. Mientras, yo le daba la enésima mano de barniz a las horquillas, en realidad aceite de linaza, cuyo olor penetrante y marinero, me vuelve cada vez que evoco todo aquello…

Si. Me echaré ya de una vez a un lado por no oírlo.

Pero detrás o delante (mejor detrás, incluso), porque yo, que he querido siempre ser su discípulo, cargando ahora con la cruz de mis años, esos que me impiden ya tomar el hachón y ponerme el capirote, pero aliviado por el dulce recuerdo de mis muchos años a su servicio, lo seguiré siempre hasta Santo Domingo.

J.Mª García Yorro

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