El Papa Francisco incluye «Madre de la Esperanza» en las letanías del rosario

Esta semana hemos recibido la noticia de que el Santo Padre ha decidido incorporar tres nuevas invocaciones a las Letanías Lauretanas: «Solacium migrantium» (Consuelo de los migrantes), «Mater Misericordiae» (Madre de la misericordia) y «Mater Spei» (Madre de la esperanza). 

En primer lugar, cabe preguntarse qué son las Letanías Lauretanas que, normalmente, rezamos tras el Rosario. En el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, elaborado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos de la Santa Sede en el año 2002, se las define así:

Entre las formas de oración a la Virgen, recomendadas por el Magisterio, están las letanías. Consisten en una prolongada serie de invocaciones dirigidas a la Virgen, que, al sucederse una a otra de manera uniforme, crean un flujo de oración caracterizado por una insistente alabanza-súplica. (…)

 Estas letanías —que reciben el nombre de Lauretanas en honor al Santuario de Loreto—, hunden sus raíces en las invocaciones a la Madre de Dios que ya hacían los cristianos en los primeros siglos y que, sin lugar a dudas, constituyen un bello testimonio del amor que la Iglesia profesa a María Santísima.

De las tres nuevas invocaciones me gustaría detenerme brevemente, por razones obvias, en la de «Mater Spei» (Madre de la Esperanza). María es la mujer creyente por excelencia, aquella que creyó en las promesas de Dios y por cuyo fíat entró la Salvación al mundo. 

La esperanza cristiana no tiene nada que ver con las “falsas esperanzas” que ofrecen las sociedades consumistas y las utopías que venden la salvación intramundana. Tampoco tiene nada que ver con la pseudo-filosofía de Mr. Wonderful, que viene a decir que todo saldrá bien siempre y que la vida es un festival de luz y de color. No, en la vida se mezclan en una urdimbre esencial la alegría y la tristeza; el éxtasis gozoso y el paroxismo del dolor; el bien y el mal. Así pues, en un mundo contingente y finito, que camina evolucionando hacia su perfección última y en el que se deja espacio a la libertad de la criatura, la presencia ominosa del mal se impone como una realidad. El Verbo, al encarnarse, asumió nuestra naturaleza para restañar la herida del pecado y para glorificarla en el seno mismo de la Trinidad. 

Se me vienen unas palabras del Rabino Harold Kushner: “el papel de Dios no es protegernos del dolor y de la pérdida, sino protegernos del hecho de permitir que el dolor y las pérdidas definan nuestras vidas”. En efecto, Dios, en Jesús, no vino a explicar teóricamente el sufrimiento, sino a iluminarlo con su presencia. La esperanza cristiana, cuyo fundamento es la Resurrección y Ascensión de Cristo, consiste en la promesa, más firme que los sillares de Roma, de que ni el mal ni el pecado ni la muerte tendrán la última palabra, ya que en la totalidad de lo creado han sido vencidos para siempre.

En nuestra Madre se encuentra colmada la promesa divina, pues Ella participa de manera eminentísima de la victoria de su Hijo; lo que es más, en su gloriosa Asunción en cuerpo y alma queda confirmada nuestra esperanza: una de nuestro linaje vive gloriosa para siempre. Así pues, María se nos presenta como imagen de la humanidad entera que aguarda la luz del día sin ocaso en el que, por pura gracia, gozaremos de los cielos nuevos y la tierra nueva ante la soberana presencia del Dios Amor. Esta es la esperanza cierta que no defrauda.

Qué hermoso y reconfortante será contemplar a todo el orbe cristiano invocando a María como Madre de la Esperanza.

Andrés E. García Infante, vocal de Formación

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