Tenía el cuerpo grande, el verbo fácil y las ideas claras. Contaba en su haber con una formidable inteligencia y una capacidad enorme de trabajo que, a veces, quedaba oculta o deslumbrada por su proverbial brillantez. Era de esas personas hechas a sí mismas, que saben lo que quieren y a dónde van. Y con esos mimbres puso en pie una biografía rutilante y una ejecutoria profesional que le llevó hasta Nueva York, partiendo de Canillas de Aceituno.
Alcanzó, claro está, la notoriedad y no desdeñó nunca los llamamientos recibidos desde distintos ámbitos, desenvuelto y cómodo con una presencia mediática y social intensa que abarcaba las actividades más dispares, realizadas siempre con una extremada competencia.
Antonio estaba en política, en la universidad, en la crítica literaria o donde fuera, pero era de La Esperanza y, además, lo dejaba claro.
Tenía una concepción del ser cofrade que estaba en la raíz y el fundamento mismo de la tradición: algo que se recibe y se entrega. Una adscripción sagrada que se hereda de los mayores, se vive con apasionamiento y se trasmite a la descendencia con toda convicción. Un itinerario vital, predestinado, que impregna tu personalidad y te identifica.
Así lo sintió y lo ha vivido en medio de nosotros.
Todos sus ritos, las frases acuñadas, sus costumbres invariablemente oficiadas cada Jueves Santo, revelan (revelaban) la intención de fundirse en la esencia y las maneras de nuestra Cofradía, en las cosas, visibles o invisibles, que desde hace siglos la fundamentan y conforman. Porque el “¡archicofrades: en pie!”, “la estrella de Matías Abela”, la tinta verde de su estilográfica o “la divina prisionera del romero”, como tantas otras cosas suyas (o que se le atribuyen), tenían siempre el denominador común de vivir –y explicitar- la devoción por los Titulares con la misma impronta y el idéntico talante de los cofrades míticos que nos precedieron dejándonos esa espléndida realidad que llamamos –él siempre en voz alta- el Paso y la Esperanza.
Más allá del pregonero de verbo arrebatado que cantaba la gloria de la Semana Santa de Málaga, o del poseedor del saber insondable de su historia y su leyenda, yo me quedaré siempre con el cofrade, esperancista hasta la médula, que fundió su túnica verde en lo más hondo de su personalidad y nos legó una manera, vital y distintiva, de vivir la Cofradía.
Carlos Ismael Álvarez